Futurama, 4ta exposición (16 de diciembre del 2021)

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Si hubo una época coherente en casi todos los órdenes de la vida, esa fue sin dudas la década de los años 50 del pasado siglo. El fin de la segunda guerra mundial trajo consigo la necesidad de reorganizar y reordenarlo todo, de forjar nuevos valores sociales y culturales deseosos de sobreponerse a tanta cala-midad infligida a millones de personas —sobre todo en Europa occidental y del este—, a tanta pérdida en lo material y económico. Había que cambiar no sólo la vida sino también su manera de verla y apreciarla.

En ese sentido, los Estados Unidos tomaron la delantera, se dedicaron a ello con ahínco, pues muy poco habían sufrido los embates del conflicto en su propio territorio. Todo su aparato ideológico y publicitario se consolidó, como nunca antes, para crear ilusiones y esperanzas por un futuro mejor al que tendrían derecho los diversos sectores sociales, pues oportunidades habría para quien se alistara en ese empeño por construir un nuevo mundo, una nueva sociedad. La salida triunfante del conflicto mundial —silenciando de esa manera, e ignorando, soslayando, como quiera calificarse, la contribución decisiva de la Unión Soviética y movimientos populares de resistencia en numerosos países hasta alcanzar la victoria final sobre el fascismo— representó una guía para muchos en el planeta y llevó a los Estados Unidos a convertirse en una suerte de modelo de país y de vida rápidamente. Globalizaron así sus ideas y propósitos a través de la enseñanza, la cultura y los poderosos medios de comunicación como la televisión y el cine, predestinados a convertirse en sus aliados más poderosos.

Un cuidadoso sistema de códigos, símbolos y signos visuales, cohesionado alrededor de slogans, frases, jingles, spots, canciones, y orquestado por talentosos equipos de investigación y diseño se abrió paso en el tejido social y en amplios sectores de la economía, la producción y los servicios. Ello alentó y estimuló la creación de un comportamiento humano diferente, elaborado a nivel de laboratorio donde confluían y se mezclaban aspiraciones y sueños, ruedas de fortuna, loterías, premios, becas, compras a plazos, rifas, y todo lo que pudiera contribuir en lo posibles las nociones de progreso, bienestar, riqueza, ascenso, en fin, una nueva manera de vivir.

Los años 50 representaron, en suma, la glorificación de un modelo que pronto sería imitado en gran parte de Latinoamérica y El Caribe debido, entre otras razones, a su cercanía en lo geográfico y cultural con los Estados Unidos. Basta con repasar revistas y periódicos de esos años, documentales, filmes, noticiarios televisivos, para comprender la coherencia de ese atrayente sistema de imágenes y textos consolidado de principio a fin y que ahora llega a nuestros días recodificado y releído por obra y gracia de Douglas Pérez. De aquellas fuentes, y otras, se nutre este artista para la recreación en tempera sobre papel de aquel universo estructurado y diverso, aparentemente olvidado en los comienzos del siglo XXI, pero que sigue ahí, latente y presente en numerosas expresiones artísticas y culturales en varias latitudes del planeta. Su inmersión en la historia de nuestras sociedades específicas lo ha llevado a comprender la integralidad de aquel sistema devenido el “arte de la guerra fría”, casi sin precedentes en el devenir moderno y contemporáneo.

Douglas ha captado ese sinfín de perspectivas y puntos de vista surgido en la década de 1950 para, críticamente, instituir una suerte de parodia desde su personalísima interpretación tal como lo ha hecho también, por cierto, respecto del pasado colonial y republicano nuestros. Y más aún, en cuanto a la misma Historia del Arte mediante lienzos de mediano y gran formato en los que podemos identificar momentos extraordinarios de la pintura europea siglos atrás si observamos su producción pictórica reciente.

Dotado de un singular espíritu investigativo, Douglas saca a la luz aspectos poco recordados de aquella década que, bien miradas sus obras, permiten adentrarnos en aquellas extensiones e intenciones de una cultura visual llegada a convertirse en paradigma para muchos en el orbe. Rehuyendo toda tentativa de nostalgias trasnochadas —tan de moda hoy gracias al recurrente estilo vintage— capaces de arrastrarnos hacia un estado de melancolía casi metafísica, se aleja sutilmente, quizás sin proponérselo, de resucitar la famosa frase de que cualquier tiempo pasado fue mejor. No se deja engañar, por supuesto, ni seducir por tamaña trampa ideológica aun cuando retoza con ella, se regodea en sus bordes y hasta camina por ellos como por el filo de una navaja. Alude a una época de intensa visualidad que tuvo en la gráfica su estandarte de color, fraseología, elegancia, pulcritud, dinamismo, claridad, con la que dominaron el amplio espectro de imágenes necesarias para apoyar cada mensaje por muy insignificante que fuese, desde un portavaso hasta una valla publicitaria situada en la ciudad.

Tal visualidad ya la había encontrado también en los grabados de los siglos XVIII y XIX cubanos, y en tiempos recientes en los cómics, animados occidentales y mangas japoneses. Se trata, sin proclamarlo, de recuperar para el arte “culto” la rica iconografía de los medios de comunicación patentizando así la integralidad de ese universo tan abarcador, aunque en esta ocasión se focalice en lo ocurrido durante los años 50 del pasado siglo. De ahí el homenaje evidente a la tempera como técnica expresiva, dada su ductilidad y flexibilidad que ahora, jugosamente, le permite incorporar palabras y hasta frases procaces de su autoría en creyón, lápiz, rayaduras, líneas inacabadas, a modo de intervenciones aleatorias, casi vandálicas, sin restarle importancia al eficaz modelo original en los cuales se basa. Es una irreverencia más en su larga carrera artística, esta vez vinculada de lleno al diseño gráfico.

Sus temperas, técnica escogida por Douglas para homenajear a tantos creadores que se valieron de ella durante 10 años y más, acusan el manejo eficiente que hace de las mismas para, con modestia y hasta ingenuidad, restituirle el lugar que se merecen en el arte cubano contemporáneo y de todos los tiempos. Respetuoso hasta la médula, Douglas consigue retrotraernos a tiempos idos con alusiones vivas al presente, mediante hábil manejo de recursos expresivos, tintura de nostalgia y teniendo como protagonistas no a productos comerciales y marcas registradas sino la arquitectura de aquellos años y que hoy podemos apreciar todavía en ciertos enclaves de La Habana como El Vedado, Miramar, y el entramado suburbano del este de la ciudad. En la mayoría de los casos resultaron proyectos arquitectónicos para seducir clientes y que continúan simbolizando épocas que podemos apreciar, sin mucho esfuerzo, a la vuelta de la esquina. En sus imágenes aparecen nombres de arquitectos, cultivadores algunos de un estilo norteamericano formal que permeó la vivienda de clase media y alta en Cuba y que representaron, en aquel momento, máximas aspiraciones en sus estándares de vida. De ahí la amalgama, fusión, yuxtaposición y entrecruzamientos que se observan en estas operatorias gráficas que ofrece Douglas Pérez como parte esencial de esta cultura híbrida contemporánea, de este tiempo de revisitaciones, apropiaciones y reformulaciones, de este desorden cultural que sanciona y legitima todo o casi todo y que nos impide, en ocasiones, comprender mejor el mundo que vivimos.

Nelson Herrera Ysla en la segunda ola de la pandemia universal

Palabras del catálogo de la exposición Futurama, a cargo del crítico de arte Nelson Herrera Ysla