Moisés Finalé

Los diversos periplos de Moisés Finalé por el planeta le han servido de mucho para alimentar su talento e imaginación, tanto como sus incontables lecturas y el disfrute de múltiples expresiones del arte y la cultura. 
En una suerte de voluntad antropofágica, todo lo asimila y digiere, todo lo devora con sensibilidad y pasión, y no discrimina lo que sus ojos ven pues para él todo deviene sustancia nutritiva para incentivar su creación, desde que en 1981 exhibe al público sus primeras obras en un modesto espacio del Museo Nacional de Bellas Artes. Desde entonces se ha caracterizado por una fi guración singular, única, que reconocemos como nuestra (cubana, caribeña y universal) al sentir el influjo de las muchas fuentes culturales que otorgan credibilidad a la misma. 
 
Para Finalé lo creado por el hombre y la naturaleza posee un valor incuestionable, una razón de ser que no debemos pasar por alto. Miembro de una generación que redimensionó la sencillez y autenticidad de lo popular, lo vernáculo, las diferentes vertientes de la religiosidad católica y africana, lo culto y académico, en la década de 1980 en Cuba, tradujo estos y otros amores en una obra comenzó a extenderse por caminos desconocidos de lo bidimensional hasta que en 1995 decide explorar las virtudes de lo tridimensional, los objetos y escalas mayores para la creación. Desde entonces no se ha detenido. Cuando menos uno lo imagina, añade lentejuelas y bordados en los límites de lienzos, o material de relleno de muebles a modo de esculturas blandas, o refuncionaliza cubos de plástico, cuchillos, tejidos, tornillos, restos de madera envejecida como lo más natural de mundo. 
 
Así nos hace conscientes del delirio de la creación, sin reparar demasiado en las bondades o exquisiteces de los materiales: todo es válido, nos dice, para alimentar el fuego de la imaginación. De callada manera realiza una obra personal que lo distingue dentro del panorama del arte cubano contemporáneo. Su composición y figuración asumen el legado de maestros cubanos (Lam, Girona, A. Cárdenas, Jesús G. de Armas) y de otras latitudes (De Kooning, Bacon) así como de ancestrales culturas africanas (escultura dogon, bambará en el occidente continental), del Medio Oriente (Egipto, Siria, antigua Mesopotamia), del Asia (India, Japón) y ello viene a la mente en cuanto nos detenemos a observar el todo o  partes de una obra suya. 
 
Encuentra en Francia la quinta pata de una mesa que él no oculta y a la cual rinde devoción en sus conversaciones y sentimientos. No es para menos pues allí pasó varios años de su vida mientras sobrevolaba hacia países cercanos, deslumbrado por sus visualidades hasta instalarse defi nitivamente en una casona antigua de El Vedado de aires republicanos, ecléticos y coloniales, cuyos pisos de mosaicos y detalles marmóreos y de yeso alebrestan la mirada suya y de cualquier visitante. 
 
Su vida intelectual la reparte, pues, en hemisferios diversos, ya sea viajando física o mentalmente (a la manera de Lezama Lima) por tantas regiones del planeta. En su cabeza anidan muchos mundos. Su brújula se orienta hacia una estética surgida del encuentro natural de culturas, sin trauma, dominación o vasallaje. No indaga en la crítica social, la ironía, el cinismo y el humor, tan usuales en tiempos difíciles. Apuesta mejor por el surgimiento de una morfología que sintetice la pluralidad estética que vivimos sin importar su procedencia: es por ende democrática, abierta, libre como dicen que es el viento. Nos devela, eso sí, ciertas teatralidades del comportamiento humano mediante el uso de máscaras y disfraces, así como el erotismo subyacente en nuestras relaciones cotidianas. 
 
Es por ello que tanta mezcla, tanta hibridez y mestizaje lo hacen, al fin y al cabo, al revés y al derecho, un creador ejemplarmente cubano y caribeño. Ajeno a tendencias de moda, a los impulsos demoledores del mercado, Finalé construye un universo variado de propuestas artísticas en las cuales los materiales empleados aparecen sin afeites o exquisiteces. De ahí su alto grado de honestidad y franqueza. 
Por eso felicito a la Galería Máxima (en su frontera encristalada entre la moderna y vieja Habana) al asumir esta peculiar exposición que actúa en tanto síntesis de su obra. El público que ronde por allí podrá apreciarla al igual que nosotros al adentrarnos en su espacio. Finalé nos brinda una visión cultural extensa y dilatada del arte. Todo un mundo concentrado en varios que no podemos ignorar.
 
Nelson Herrera Ysla

 

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Los diversos periplos de Moisés Finalé por el planeta le han servido de mucho para alimentar su talento e imaginación, tanto como sus incontables lecturas y el disfrute de múltiples expresiones del arte y la cultura. 
En una suerte de voluntad antropofágica, todo lo asimila y digiere, todo lo devora con sensibilidad y pasión, y no discrimina lo que sus ojos ven pues para él todo deviene sustancia nutritiva para incentivar su creación, desde que en 1981 exhibe al público sus primeras obras en un modesto espacio del Museo Nacional de Bellas Artes. Desde entonces se ha caracterizado por una fi guración singular, única, que reconocemos como nuestra (cubana, caribeña y universal) al sentir el influjo de las muchas fuentes culturales que otorgan credibilidad a la misma. 
 
Para Finalé lo creado por el hombre y la naturaleza posee un valor incuestionable, una razón de ser que no debemos pasar por alto. Miembro de una generación que redimensionó la sencillez y autenticidad de lo popular, lo vernáculo, las diferentes vertientes de la religiosidad católica y africana, lo culto y académico, en la década de 1980 en Cuba, tradujo estos y otros amores en una obra comenzó a extenderse por caminos desconocidos de lo bidimensional hasta que en 1995 decide explorar las virtudes de lo tridimensional, los objetos y escalas mayores para la creación. Desde entonces no se ha detenido. Cuando menos uno lo imagina, añade lentejuelas y bordados en los límites de lienzos, o material de relleno de muebles a modo de esculturas blandas, o refuncionaliza cubos de plástico, cuchillos, tejidos, tornillos, restos de madera envejecida como lo más natural de mundo. 
 
Así nos hace conscientes del delirio de la creación, sin reparar demasiado en las bondades o exquisiteces de los materiales: todo es válido, nos dice, para alimentar el fuego de la imaginación. De callada manera realiza una obra personal que lo distingue dentro del panorama del arte cubano contemporáneo. Su composición y figuración asumen el legado de maestros cubanos (Lam, Girona, A. Cárdenas, Jesús G. de Armas) y de otras latitudes (De Kooning, Bacon) así como de ancestrales culturas africanas (escultura dogon, bambará en el occidente continental), del Medio Oriente (Egipto, Siria, antigua Mesopotamia), del Asia (India, Japón) y ello viene a la mente en cuanto nos detenemos a observar el todo o  partes de una obra suya. 
 
Encuentra en Francia la quinta pata de una mesa que él no oculta y a la cual rinde devoción en sus conversaciones y sentimientos. No es para menos pues allí pasó varios años de su vida mientras sobrevolaba hacia países cercanos, deslumbrado por sus visualidades hasta instalarse defi nitivamente en una casona antigua de El Vedado de aires republicanos, ecléticos y coloniales, cuyos pisos de mosaicos y detalles marmóreos y de yeso alebrestan la mirada suya y de cualquier visitante. 
 
Su vida intelectual la reparte, pues, en hemisferios diversos, ya sea viajando física o mentalmente (a la manera de Lezama Lima) por tantas regiones del planeta. En su cabeza anidan muchos mundos. Su brújula se orienta hacia una estética surgida del encuentro natural de culturas, sin trauma, dominación o vasallaje. No indaga en la crítica social, la ironía, el cinismo y el humor, tan usuales en tiempos difíciles. Apuesta mejor por el surgimiento de una morfología que sintetice la pluralidad estética que vivimos sin importar su procedencia: es por ende democrática, abierta, libre como dicen que es el viento. Nos devela, eso sí, ciertas teatralidades del comportamiento humano mediante el uso de máscaras y disfraces, así como el erotismo subyacente en nuestras relaciones cotidianas. 
 
Es por ello que tanta mezcla, tanta hibridez y mestizaje lo hacen, al fin y al cabo, al revés y al derecho, un creador ejemplarmente cubano y caribeño. Ajeno a tendencias de moda, a los impulsos demoledores del mercado, Finalé construye un universo variado de propuestas artísticas en las cuales los materiales empleados aparecen sin afeites o exquisiteces. De ahí su alto grado de honestidad y franqueza. 
Por eso felicito a la Galería Máxima (en su frontera encristalada entre la moderna y vieja Habana) al asumir esta peculiar exposición que actúa en tanto síntesis de su obra. El público que ronde por allí podrá apreciarla al igual que nosotros al adentrarnos en su espacio. Finalé nos brinda una visión cultural extensa y dilatada del arte. Todo un mundo concentrado en varios que no podemos ignorar.
 
Nelson Herrera Ysla